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Tag Archives: Películas

El más profundo y temible investigador de las tinieblas, el hombre adiposo que hubiera cambiado su talento por tener la apariencia de Cary Grant, el artista cuya mayor preocupación era el resultado económico de sus criaturas se largó de este mundo hace 30 años. Un 29 de abril, en primavera. Pero su cine se disfruta más en invierno, lo relacionas con la noche, con el insomnio y la pesadilla, con la geografía física y emocional en la que mejor se desenvuelven los monstruos.
Cuentan sus biógrafos más penetrantes, incluido el denso y complejo retrato que le dedicó Donald Spoto, que en la personalidad del gran showman había más sombras que luces. Algo transparente observando su afición al tenebrismo, a que los villanos sean infinitamente más cautivadores que los buenos, al jugueteo perverso con las emociones del mirón, a su capacidad para fijar imágenes intemporales en su retina y castigarse con sensaciones desasosegantes. En mi caso, Hitchcock ha logrado desde la primera vez que disfruté y sufrí Los pájaros que nunca me vuelva a fiar de animalitos tan inofensivos, que cierre las ventanas cuando se congrega un grupo de pajaritos en la terraza de mi casa, o que se me acabe la ensoñación ante un paisaje idílico y salga de irracional estampida al percibir que unos cuantos de esta especie se han empeñado en hacerme compañía. Por si acaso. Cualquier persona medianamente sensata que haya visto al travestido Norman Bates en Psicosis sabe que en soledad o acompañado es aconsejable cerrar con llave o pestillo la puerta del cuarto de baño. Por si acaso. Esas sensaciones no solo están relacionadas con el miedo. Los que no saben ni quieren resignarse a la pérdida del ser más amado pueden entender cristalinamente el estado sonámbulo de James Stewart en Vértigo, la inconsolable desolación de ese tipo que vaga por San Francisco con la expresión alucinada de un niño perdido. También conviene huir como del demonio cuando un encantador extraño intenta establecer comunicación contigo en un tren. Puede enredarte en un juego macabro para asesinar cada uno a la mujer del otro. Tampoco hay que concertar una cita en un lugar campestre en el que estés a la intemperie, ya que el monstruo que pretende devorarte puede atacarte desde el aire con un disfraz de avioneta fumigadora.
Nadie ha sabido contar mejor que él una historia o una secuencia sin necesidad de recurrir a la palabra. Su cámara poseía un lenguaje incomparable, era cine puro y duro. El gran experimentador hubiera disfrutado con el progreso de los efectos especiales, con los retos técnicos, con las virguerías digitales, pero a condición de tener un material tan sólido como turbio que desarrollar, suspense dosificado, atmósfera. Era el rey haciendo complicados movimientos de cámara, pero también en plano y contraplano. Siempre con un propósito, el de convencernos sin esfuerzo de que el cine puede ser el mayor espectáculo del mundo.
El malicioso y divertido William Goldman mantiene la teoría de que Hitchcock fue un director genial hasta que Truffaut le convenció de que todo en su obra guardaba relación, de que había creado un universo con sello intransferible. A fuerza de insistirle, la vanidad del que solo se consideraba un notable artesano acabó convenciéndose de que era un artista con claves. A partir de entonces su expresividad se amaneró y hacía cine pensando en la opinión de los críticos. Es algo tan mordaz como inexacto. A Hitchcock solo le interesaba el público de cualquier parte. Estaba convencido de que lo único imperdonable era aburrirle. Misión cumplida. Te sigue perturbando, conmoviendo, admirando.

Reseña en Variety

Hubo un tiempo en que a los editores de libros infantiles se les empezó a poner cara de pedagogos y dejaron de pensar en lo que podía agrandar la imaginación de los niños para exigir que se escribieran cuentos saludables para esos seres delicaditos que no sabían nada de la vida. Hablamos de corrección política como si fuera una cosa de ahora pero los autores infantiles llevan sufriendo censuras desde hace décadas. Por fortuna, los espíritus rebeldes siempre esquivan las odiosas reglas. Maurice Sendak fue uno de esos seres que dibujó y escribió aquello que le pedía el corazón. Una de estas tardes lluviosas me metí en el cine para ver la versión que se ha hecho de ese clásico de la literatura que es Where the wild things are (Donde viven los monstruos). Siendo en versión subtitulada, todo el público era adulto. Mucha educación bilingüe pero somos incapaces de llevar a un niño de doce años a ver una película con subtítulos. Sigo con el cuento. La historia es muy sencilla; en la película, por supuesto, se extiende, pero conserva toda su fidelidad al libro: un niño rabioso y melancólico, sin que sepamos cuál es el origen de su melancolía, desafía a su madre hasta que ésta le castiga sin cenar; sale corriendo de casa, llega al mar, se monta en una pequeña embarcación y alcanza esa isla donde habitan los monstruos, sus iguales. Pasa un tiempo siendo el rey de los monstruos, desahogando su agresividad, en una especie de fiesta bárbara, divertida y brutal, hasta que la violencia se desata de tal manera que él mismo trata de poner paz, poniéndose en el papel de su madre, echándola de menos y deseando volver a casa. Cuando regresa, la cena le está esperando. Maurice Sendak remata el cuento con una de las frases más hermosas de la literatura infantil: «Y todavía estaba caliente». Este pequeño libro que muestra una fantasía infantil desatada fue muy controvertido cuando se publicó, en 1963. Unos se rindieron a él sin condiciones y otros, los fanáticos de la sobreprotección, alertaron de las pesadillas que los monstruos podían provocar. Sendak contaba con ironía que mientras los pedagogos tachaban el libro de perturbador los niños le enviaban dibujos con monstruos mucho más aterradores que los suyos. «Queremos protegerlos de los cuentos y, sin embargo, nadie les protege de la tele». Cierto, la liga de sobreprotectores ha funcionado con gran eficacia censurando libros en un mundo en el que a diario le llegan al niño mensajes groseros en programas que están de fondo en la vida familiar. Mientras me entregaba sin reservas a la poesía de la película de Spike Jonze, que recomiendo a todos los amantes de monstruos, niños solitarios y madres superadas por la energía de un hijo incontrolable, pensé en ese hombre, Maurice Sendak, que nació en Brooklyn en 1928. En la mente infantil de Sendak rondaban las historias que su padre, un sastre judío polaco, le contaba de la aldea de la que provenían, pero también latía en su corazón la pasión por Fantasía, la arrebatadora película de Disney que él disfrutó a los doce años y que la progresía europea tildó durante décadas de reaccionaria. De fondo, ese Manhattan que al otro lado del East River se le presentaba como un sueño de prosperidad. Todos esos universos están en él, con su crueldad y su dulzura. El sarcasmo de los cuentos judíos de la vieja Europa, el retrato severo del abuelo que presidía el comedor y al que el niño Maurice consideraba Dios y Mickey Mouse. La imaginación compleja de un hijo de inmigrantes en los años de la depresión americana, los recuerdos de cualquier niño de esa época, que él, con enorme talento, tradujo en ilustraciones. De esa mezcla poderosa del viejo y el nuevo mundo se nutrió su fantasía. «Un artista», dice Sendak, «ha de ser salvaje y desordenado, ha de tener una vena de su infancia abierta y viva que le confiera un don especial». Absurdamente, el adulto suele relegar el mundo de la fantasía a los niños, así que de no trabajarla, la capacidad de imaginar se pierde. En la generación de mi padre, por ejemplo, muchos hombres despreciaban la ficción, la consideraban un entretenimiento de mujeres. Cuando esos hombres se han hecho ancianos y han relajado su defensiva masculinidad vuelven a entregarse a la ficción como cuando eran niños, y son capaces de disfrutar de series de la tele o de novelas. Es un fenómeno tan frecuente que debería estudiarse. También me sorprende que a estas alturas haya intelectuales que practiquen una tendencia machacona a denostar la ficción contraponiéndola al ensayo. Me parece una negación inaudita del disfrute y de la evocación. Prefiero una mente desprejuiciada como la de Sendak, el anciano salvaje y desordenado que consiguió vivir sin renunciar a sus fantasías. Y me gusta ser una más de estos adultos que se han refugiado una tarde lluviosa en el cine para aprender algo de esta pequeña historia. Yo soy ese niño que a veces quiere viajar a donde viven los monstruos, y quiere protestar, morder, sacar su lado salvaje, hasta que, de pronto, se da cuenta de que en el desfogue de la barbarie siempre hay alguien que termina herido. Yo soy también la niña que saciada de aventuras quiere volver a casa donde alguien que te quiere te mantiene la cena caliente.

Reseñas en The Times: Wendy Ide, Cosmo Landesman

ESTO SÍ ES CINE, ADEMÁS ESPAÑOL, Carlos Boyero


El género de cárceles tiene un atractivo enorme para los que nunca las hemos padecido, al encontrarnos con gente torva en situaciones límite, con villanos desesperados que van a jugarse lo poco o nada que les queda para vencer a sus secuestradores legales, para dar la reivindicativa y casi siempre sangrienta bronca, para conseguir escapar. Es uno de los escenarios favoritos del cine de acción, puede mostrar el luminoso anverso y el temible reverso de los que han transgredido las leyes (están excluidos en esa narrativa que aspira a exaltarte los grandes tiburones, los banqueros, los gánsteres disfrazados de ejecutivos, los líderes políticos, los delincuentes de lujo, los que nunca pisan las cárceles y si excepcionalmente lo hacen saben que obedece a un pacto inocuo, a un simulacro del orden para calmar el revuelo social), ya que por muy ingenuos que seamos la complicidad del espectador sólo puede identificarse con el marginal, el solitario, el que juega en desventaja, el más débil aunque sea muy fuerte.

La primera secuencia de Celda 211 te avisa, como en Grupo salvaje, de que esto va en serio, de que va a hablar de fronterizos en situación tétrica. Te obliga a cerrar los ojos. La segunda, que ejerce de prólogo expositivo, es horrorosa, con actores que recitan con tonillo presuntamente natural pero vergonzantemente falso lo que ocurre en esa cárcel. En la tercera aparece un cráneo afeitado y unos andares intimidantes. Se hace llamar Malamadre, es el jefe de los malos, no es el individualista épico que interpreta Eastwood en Fuga de Alcatraz ni el tenebrosamente lírico y maquiavélico Hannibal Lecter, ni el cerebral profesional de la resistencia que encarna Tim Robbins en Cadena perpetua. Es un macarra resolutivo y de voz cavernosa, un hijoputa que te obligaría a salir corriendo si divisaras su sombra en la calle, el genético rey de una selva eterna, con salida sellada. Desde ese momento sabes que todo lo que diga, haga o sienta ese personaje te lo vas a creer, que has entrado en el campo magnético de un personaje con cuerpo y alma, con naturalismo y matices, siniestro y conmovedor, héroe y malvado, letal y legal, retorcido y diáfano, superviviente y guerrero, esencialmente trágico, un fulano del que no vas a poder apartar los ojos y los oídos cada vez que aparezca, que te hará sentir miedo y compasión, que sabes que sólo puede perder aunque aterre provisionalmente al sistema, capaz de barbarie pero con códigos de honor, volcánico y secreto, líder y víctima, alguien que te impresiona, del que te preocupa su suerte, que va a dejar poso imborrable en tu memoria.

Daniel Monzón narra admirablemente con pulso, nervio, ritmo, suspense y complejidad emocional esta historia de perdedores épicos, de guardianes de la ley que descubren con miedo, pasmo y sangre que la vida puede colocarte al otro lado. Hay un giro excepcional en el guión al plantear que los asesinos desclasados pueden utilizar como rehenes políticos a los asesinos patrióticos. Hay diálogos para quitarse el sombrero. Es una película con eso tan difícil de lograr llamado atmósfera, con gente que te va a implicar en lo que les ocurre.

También existen lastres en este cine ejemplar que le impiden alcanzar la condición de obra maestra. Sobran los flash-backs sobre la vida familiar del guardián que se transformó en presa, sobra la manifestación de los familiares de los presos, sobran algunos actores sonrojantes. Lo último es preocupante en una película con personajes que sólo funcionan si te los crees. Y resultan modélicos el sinuoso Morón, el violento Resines, el maquiavélico buscavidas Carlos Bardem o Luis Zahera, un individuo con gorra, gesto amenazante y voz convulsa que parece interpretarse a sí mismo, esos presos que desprenden realismo. Son el complemento ideal para una interpretación prodigiosa. La de Luis Tosar. Desde fuera y desde dentro, acojonando y enterneciendo, revelándote zonas de luz en un fulano tenebroso, clavando el gesto y la palabra. Sólo lamentas que no aparezca en todos los planos. Yo pensaba que era un actor tan eficaz como lineal, intensamente taciturno. Prejuicio borrado. Lo que hace aquí es magnético, sutil, veraz y emocionante. Para enmarcar.

EXTRAS DISCO 1:
– Trailer promocional titulos Studio Ghibli
– Canta con Ponyo: Karaoke en español
Extras Disco 2:
– Storyboard completo de la película
– Trailer original Japonés
– Trailer orginal Español
– Canta con Ponyo: Karaoke en japonés

Aurum Producciones ha firmado un acuerdo por el cual adquiere los derechos de distribución de los grandes clásicos de Studio Ghibli en España.

Ya están a la venta:

Cuentos de Terramar
Cuentos de Terramar, edición especial.
Puedo escuchar el mar
El castillo Ambulante
El castillo Ambulante, edición especial
Mis vecinos los Yamada, de Isao Takahata
Ponyo
Ponyo, edición especial
Susurros del Corazón (Mimi wo Sumaseba)

Pero lo mejor está por venir. Los siguientes títulos serán:

Mi Vecino Totoro (Tonari no Totoro)
Pompoko (Heisei Tanuki Gassen Ponpoko)
Nausicäa del Valle del Viento (Kaze no Tani no Nausicaä)
El Castillo en el Cielo (Tenkuh no Shiro Laputa)
Nicky, La Aprendiz de Bruja (Mahou no Takyubin)
Recuerdos del Ayer (Omohide Poro Poro)
Pòrco Rósso (Kurenai no Buta)
La Princesa Mononoke (Mononoke Hime)

La primera en caer en casa: Susurros del Corazón, de Yoshifumi Kondo

La muerte de un actor es una muerte doble o triple o infinita, porque con él se mueren todos aquellos personajes que podría haber encarnado y no le ofrecieron. López Vázquez había muerto ya un poco antes de morir porque los directores no le llamaban para ofrecerle papeles a su altura y un actor sin personajes es un hombre disminuido. Él, que era un señor al que no le importaba manifestar educadamente su fastidio, se quejaba con franqueza en una entrevista que le hizo Juan Cruz hace unos cinco años en la que el cómico brilla: no por su simpatía ni por un especial apasionamiento, brilla por su autenticidad. Es el señor mayor que no le encuentra la gracia a ser mayor, el ciudadano que no le encuentra el chiste a estos tiempos, el cómico que se siente extraño entre los suyos, el actor que no habla de su método ni de los sufrimientos psicológicos de su oficio. ¡Milagro: un ser humano que se representa a sí mismo tal cual es! Todo esto expresado con claridad de madrileño antiguo, silabeando mucho las palabras. Permítanme conmoverme por la muerte de este cómico viejo de una manera especial. Poco o nada tiene que ver esta emoción con la pomposidad que se inyecta en las necrológicas culturales y que las hace flotar como globos sobre nuestras cabezas. Pero a los globos se los lleva el viento; en cambio, el recuerdo que deja un viejo cómico está amarrado al de nuestra propia vida. Muere López Vázquez y se me dispara la imaginación haciendo un reparto con esa troupe de secundarios que protagonizaron teatro y cine en los años cincuenta y sesenta. Mi abuelo, claro, sería Pepe Isbert; mi padre, por supuesto, ese pedazo de hombre que era José Bódalo; mi madre, la dulce Elvira Quintillá; mi portero de finca, Cassen; mi tía soltera y sentenciosa, la gran María Luisa Ponte; las amigas de mi tía soltera, Lali Soldevilla, Mary Carrillo y Luisa Sala; la chacha, Florinda Chico; otra chacha, Gracita Morales; esa vecina jaquetona que llevaba un sostén de los que hacían los pechos picudos sería Emma Penella; Tony Leblanc, el amigo liante de mi padre; la secretaria de mi padre para alarma de mi madre, Conchita Velasco; mi tío soltero al que le gustaban las chicas de revista, Manuel Aleixandre; Paquito Valladares, el solterón que recita en las bodas; el director del colegio, Agustín González; el cura, Sazatornil; José Luis Ozores, la cara franca y alegre de cualquier trabajador manual; las vecinas elegantes, las Gutiérrez Caba y Rafaela Aparicio, que podría ser una abuela o una chacha, gritando a la hora de comer: «¡Que se enfrían las cocletas!». Podría seguir fantaseando con un reparto de actores que habrían de representar a todas las personas que habitaban mi universo infantil; dejando a un lado la presencia poderosa de mis padres, todos ellos serían que son en mi recuerdo: maravillosos secundarios que dan color y gracia a tu biografía. Lo extraordinario es que si pienso en López Vázquez, su cara se me confunde con la de la mayoría de los hombres que yo observaba desde mi estatura infantil. López Vázquez puede ser el director de banco, el empleado pelota, el portero de finca, el tío, el adulto rijoso y sobón; resumiendo: puedo asegurar que en mi escalera vivían varios López Vázquez, en mi calle, en mi familia; incluso, si pienso en las amigas solteras de mi tía soltera, a esa edad en que la cara se amojama y unos pelillos inoportunos pueblan las barbillas femeninas, si las recuerdo velando al Señor en la tarde de Jueves Santo, con sus gestos de dolor religioso alumbrados por la luz de las velas, siento que todas me miran de pronto desde el recuerdo con la cara de López Vázquez en Mi querida señorita. Cómo no extrañarle si su cara, sus gestos y su manera precisa de hablar se confunden con los de las personas entre las que me crié. Los tiempos son otros. No creo que a ninguno de los que conforman mi irrealizable reparto les hicieran muchas entrevistas a lo largo de su vida laboral. Es imposible imaginar, por ejemplo, a Rafaela Aparicio ofreciendo entrevista tras entrevista para explicar cómo había interiorizado el papel de asistenta en La vida por delante, o señalando el injusto desdén con el que la figura de la asistenta suele ser tratada en el cine, o alabando a ese genio (el director). No. Entonces se les prestaba mucha menos atención, su vida (aunque tenían la condición extraordinaria de cómicos) se parecía de manera más precisa a la de la gente común a la que debían representar. Así que cuando llegaban a aquel programa, Cómicos, de Diego Galán estaban tan ávidos de que se les hiciera caso como vírgenes a la hora de contar sus aventuras. Habían vivido mucho y podían contar mucho. Hay ahora en España grandes actores, más preparados físicamente, más intelectualizados, por así decirlo, pero debieran aprender de sus mayores, verlos una vez y otra en las buenas y en las malas películas de las que siempre salían airosos; olvidar algo de lo que aprendieron en la escuela, o desaprenderlo, buscar el misterio de representar a la gente con la que se cruzan a diario. Considerarse a sí mismos como personas corrientes con un oficio. Un oficio como el de López Vázquez que, sin ser un actor internacional, consiguió convertirse en el mejor actor del mundo, según Chaplin.

En Malditos bastardos Tarantino retorna al estilo y el mundo que le han hecho famoso abordando el cine bélico, género que aún no había tocado en su ortodoxa filmografía. Pero desde los títulos de crédito sabemos que aunque el tema esté ambientado en la II Guerra Mundial no vamos a ser testigos de ningún tipo de convenciones, sino que las intrigas, la acción, la violencia, los personajes, los diálogos, el humor y la estética van a llevar el inequívoco sello de su autor, que no vamos a ver una película bélica sino una tarantinada pura y dura ambientada en aquellos años de carnicería.

El argumento desarrolla la historia de un grupo de soldados estadounidenses y judíos con la misión de cargarse a todos los nazis que puedan en la Francia ocupada. El tema no es nuevo. Un director como Robert Aldrich alcanzó un resultado espectacular en Doce del patíbulo con una trama parecida, pero si el autor se llama Tarantino sabemos que esa cacería no va a regirse por parámetros de normalidad. Los enfurecidos hijos de Sión, entrenados por un expeditivo paleto que tiene como modelo profesional los métodos de guerra de los apaches, no se limitarán a cargarse alemanes sino que tienen que torturarles, destriparles, arrancarles la cabellera para causar el terror en sus enemigos ante la permanente amenaza de este grupo salvaje.

Tarantino también se permite el lujo de alterar el desenlace de la II Guerra Mundial como a él le da la gana, imaginando que sus killers judíos, con la ayuda de la propietaria de un cine parisiense que utilizan los jerarcas nazis para que les proyecten cine propagandístico que ha producido Goebbels, quemen vivos a Hitler, Göring, Goebbels y demás dirigentes nazis solucionando el final de esa larga y tenebrosa guerra.

Como siempre, conviven paralelamente la brillantez y los excesos, los hallazgos plenos de gracia y los momentos gratuitos, situaciones esperpénticas y su vocacional amor por la sanguinolencia, secuencias imaginativas y molestos guiños a los incondicionales de su cine. Lo mejor de estos infaustos bastardos es la creación de un maquiavélico coronel de las SS especializado en la caza de judíos. Tarantino se supera con este monstruo de modales suaves y dialéctica hilarante.

Los que consideran al autor de Pulp fiction como lo más innovador, cañero e ingenioso que ha dado el cine moderno van a sentirse saciados con este recital de sus esencias, incluida la original utilización de la música (suenan profusamente los temas que compuso Ennio Morricone para el desdichado género del spaguetti western), los momentos llenos de tensión que desembocan en aquelarres de sangre, las sentencias cínicas, los delirios narrativos, el poderío visual y coloquial. Yo, que no siento adicción hacia su cine y que a veces me cargan sus pasadas, aunque reconozca su incuestionable talento, lo he pasado razonablemente bien a lo largo de 150 minutos que no te abruman.

Carlos Boyero